LucÃa
Brooklyn
A fines de diciembre de 2015 el invierno todavÃa se hacÃa esperar. Llegó la Navidad con su fastidio de campanillas y la gente seguÃa en manga corta y sandalias, unos celebrando ese despiste de las estaciones y otros temerosos del calentamiento global, mientras por las ventanas asomaban árboles artificiales salpicados de escarcha plateada, creando confusión en las ardillas y los pájaros. Tres semanas después del Año Nuevo, cuando ya nadie pensaba en el retraso del calendario, la naturaleza despertó de pronto sacudiéndose de la modorra otoñal y dejó caer la peor tormenta de nieve de la memoria colectiva.
En un sótano de Prospect Heights, una covacha de cemento y ladrillos, con un cerro de nieve en la entrada, LucÃa Maraz maldecÃa el frÃo. TenÃa el carácter estoico de la gente de su paÃs: estaba habituada a terremotos, inundaciones, tsunamis ocasionales y cataclismos polÃticos; si ninguna desgracia ocurrÃa en un plazo prudente, se preocupaba. Sin embargo, nada la habÃa preparado para ese invierno siberiano llegado a Brooklyn por error. Las tormentas chilenas se limitan a la cordillera de los Andes y el sur profundo, en Tierra del Fuego, donde el continente se desgrana en islas heridas a cuchilladas por el viento austral, el hielo parte los huesos y la vida es dura. LucÃa era de Santiago, con su fama inmerecida de clima benigno, donde el invierno es húmedo y frÃo y el verano es seco y ardiente. La ciudad está encajonada entre montañas moradas, que a veces amanecen nevadas; entonces la luz más pura del mundo se refleja en esos picos de cegadora blancura. En muy raras ocasiones cae sobre la ciudad un polvillo triste y pálido, como ceniza, que no alcanza a blanquear el paisaje urbano antes de deshacerse en barro sucio. La nieve es siempre prÃstina desde lejos.
En su tabuco de Brooklyn, a un metro bajo el nivel de la calle y con mala calefacción, la nieve era una pesadilla. Los vidrios escarchados impedÃan el paso de luz por las pequeñas ventanas y en el interior reinaba una penumbra apenas atenuada por las bombillas desnudas que colgaban del techo. La vivienda contaba sólo con lo esencial, una mezcolanza de muebles destartalados de segunda o tercera mano y unos cuantos cacharros de cocina. Al dueño, Richard Bowmaster, no le interesaban ni la decoración ni la comodidad.
La tormenta se anunció el viernes con una nevada espesa y una ventolera furiosa que barrió a latigazos las calles casi despobladas. Los árboles se doblaban y el temporal mató a los pájaros que olvidaron emigrar o resguardarse, engañados por la tibieza inusitada del mes anterior. Cuando se inició la tarea de reparar los daños, los camiones de basura se llevaron sacos de gorriones congelados. Los misteriosos loros del cementerio de Brooklyn, en cambio, sobrevivieron al vendaval, como se pudo verificar tres dÃas más tarde, cuando reaparecieron intactos picoteando entre las tumbas. Desde el jueves los reporteros de televisión, con la expresión fúnebre y el tono emocionado de rigor para las noticias sobre terrorismo en paÃses remotos, pronosticaron la tempestad para el dÃa siguiente y desastres durante el fin de semana. Nueva York fue declarado en estado de emergencia y el decano de la facultad donde trabajaba LucÃa, acatando la advertencia, dio orden de abstenerse de ir a dar clases. De cualquier forma, para ella habrÃa sido una aventura llegar a Manhattan.
Aprovechando la inesperada libertad de ese dÃa, preparó una cazuela levantamuertos, esa sopa chilena que compone el ánimo en la desgracia y el cuerpo en las enfermedades. LucÃa llevaba más de cuatro meses en Estados Unidos alimentándose en la cafeterÃa de la universidad, sin ánimos para cocinar, salvo en un par de ocasiones en que lo hizo impulsada por la nostalgia o por la intención de festejar una amistad. Para esa cazuela auténtica hizo un caldo sustancioso y bien condimentado, puso a freÃr cebolla y carne, coció por separado verduras, papas y calabaza, y por último agregó arroz. Usó todas las ollas y la primitiva cocina del sótano quedó como después de un bombardeo, pero el resultado valió la pena y disipó la sensación de soledad que la habÃa asaltado cuando empezó el vendaval. Esa soledad, que antes llegaba sin anunciarse, como insidiosa visitante, quedó relegada al último rincón de su conciencia.
Esa noche, mientras el viento rugÃa afuera arrastrando remolinos de nieve y colándose insolente por las rendijas, sintió el miedo visceral de la infancia. Se sabÃa segura en su cueva; su temor a los elementos era absurdo, no habÃa razón para molestar a Richard, excepto porque era la única persona a quien podÃa acudir en esas circunstancias, ya que vivÃa en el piso de arriba. A las nueve de la noche cedió a la necesidad de oÃr una voz humana y lo llamó.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, procurando disimular su aprensión.
—Tocando el piano. ¿Te molesta el ruido?
—No oigo tu piano, lo único que se oye aquà abajo es el estrépito del fin del mundo. ¿Esto es normal aquÃ, en Brooklyn?
—De vez en cuando en invierno hace mal tiempo, LucÃa.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—Miedo sin más, nada especÃfico. Supongo que serÃa estúpido pedirte que vengas a hacerme compañÃa un rato. Hice una cazuela, es una sopa chilena.
—¿Vegetariana?
—No. Bueno, no importa, Richard. Buenas noches.
—Buenas noches.
Se tomó un trago de pisco y metió la cabeza bajo la almohada. Durmió mal, despertando cada media hora con el mismo sueño fragmentado de haber naufragado en una sustancia densa y agria como yogur.
El sábado la tempestad habÃa seguido su trayecto enardecido en dirección al Atlántico, pero en Brooklyn seguÃa el mal tiempo, frÃo y nieve, y LucÃa no quiso salir, porque muchas calles todavÃa estaban bloqueadas, aunque la tarea de despejarlas habÃa comenzado al amanecer. TendrÃa muchas horas para leer y preparar sus clases de la semana entrante. Vio en el noticiario que la tormenta seguÃa sembrando destrucción por donde pasaba. Estaba contenta con la perspectiva de la tranquilidad, una buena novela y descanso. En algún momento conseguirÃa que alguien viniera a quitar la nieve de su puerta. No serÃa problema, los chiquillos del vecindario ya se estaban ofreciendo para ganar