PRÓLOGO
Hasta muertos creaban problemas, los chicos.
El cementerio secreto estaba en el lado norte del campus de la Nickel, en media hectárea de terreno irregular llena de hierbajos entre la antigua caballeriza y el vertedero. Aquello eran pastos cuando la escuela tenÃa montada una vaquerÃa y vendÃa leche a clientes de la localidad, una de las maneras con que el estado de Florida aliviaba la carga fiscal que suponÃa la manutención de los muchachos. Los urbanistas del parque empresarial habÃan reservado el terreno para hacer una zona de restaurante, con cuatro fuentes arquitectónicas y un quiosco de música para algún concierto ocasional. El hallazgo de los cadáveres fue una costosa complicación tanto para la empresa inmobiliaria que estaba esperando el visto bueno del estudio medioambiental, como para la fiscalÃa del estado, que acababa de cerrar una investigación sobre las presuntas agresiones. Ahora tenÃan que iniciar nuevas pesquisas, establecer la identidad de los fallecidos y la forma en que murieron, y a saber cuándo aquel maldito lugar podrÃa ser arrasado, despejado y limpiamente borrado de la historia. Lo único que todos tenÃan claro era que la cosa iba para largo.
Todos los chicos estaban al corriente de aquel lugar abyecto. Tuvo que ser una alumna de la Universidad del Sur de Florida quien lo sacara a la luz pública varias décadas después de que el primer chico fuese arrojado al hoyo dentro de un saco de patatas. Cuando le preguntaron cómo habÃa descubierto las tumbas, la alumna, Jody, respondió que el terreno «se veÃa raro». La tierra como hundida, los hierbajos mal esparcidos. Jody y el resto de los estudiantes de arqueologÃa de la universidad se tiraron meses cavando en el cementerio oficial de la escuela. El estado de Florida no podÃa enajenarse la finca mientras los restos mortales no fueran debidamente reubicados, y a los estudiantes de arqueologÃa les venÃa bien hacer horas de prácticas para conseguir créditos. Armados de estacas y alambre, parcelaron la zona de búsqueda y cavaron con palas y material pesado. Una vez cribado el suelo, las bandejas de los estudiantes se convirtieron en una indescifrable exposición de huesos, hebillas de cinturón y botellas de refresco.
Los chicos de la Nickel llamaban Boot Hill al cementerio oficial, un nombre que tenÃa su origen en Duelo en el O. K. Corral y en las sesiones de cine de los sábados que solÃan disfrutar antes de que los mandaran al reformatorio, privándolos de tales pasatiempos. El nombre se mantuvo a lo largo de generaciones, incluso entre los alumnos de la Universidad del Sur de Florida, que no habÃan visto jamás una pelÃcula del Oeste. Boot Hill estaba al otro lado de la larga cuesta, en la zona norte del campus. En las tardes luminosas, el sol se reflejaba en las X de hormigón pintado de blanco que señalaban las tumbas. Dos terceras partes de las cruces llevaban grabado el nombre del difunto; el resto estaban en blanco. Las identificaciones no fueron fáciles, pero se trabajaba a buen ritmo gracias al afán competitivo de los jóvenes arqueólogos. Los archivos de la escuela, si bien incompletos y un tanto caóticos, facilitaron la identificación de un tal WILLIE 1954. Los restos carbonizados correspondÃan a las vÃctimas del incendio ocurrido en el dormitorio colectivo en 1921. Coincidencias de ADN con parientes todavÃa vivos —aquellos cuyo paradero lograron rastrear los estudiantes de arqueologÃa— volvieron a conectar a los muertos con el mundo de los vivos, que habÃa seguido su camino sin ellos. No fue posible identificar a siete de los cuarenta y tres cadáveres.
Los estudiantes amontonaron las cruces de hormigón blanco junto al lugar de la excavación. Una mañana, cuando volvieron al trabajo, alguien las habÃa hecho pedazos.
Boot Hill fue liberando a sus chicos uno a uno. Jody se entusiasmó cuando, al limpiar con la manguera varios artefactos encontrados en una de las zanjas, dio con sus primeros resto