El golpe fue seco, como un disparo.
Se aferró al volante, los ojos fijos en el asfalto. Frente a ella se extendÃa la carretera que unÃa el pueblo con la estación de servicio, un tramo de la antigua nacional.
Miró hacia delante intentando moverse, pero no pudo. El paisaje apareció en toda su crudeza a través de la luna del coche: habÃa escarcha sobre la planicie que se extendÃa hasta donde alcanzaba la vista, su manto blanco solo se veÃa interrumpido por la mancha de algunos arbustos y a lo lejos, casi a la altura del pueblo, una encina solitaria. HacÃa tanto frÃo como uno podÃa esperar de mediados de diciembre.
Intentó mover la cabeza de nuevo, aterrorizada, atisbando el abismo que se extenderÃa ante ella si no era capaz de hacerlo. Esta vez el cuello respondió. No le dolÃa. ParecÃa estar intacto. Aún sin mucha confianza estiró un poco las piernas, movió los dedos de los pies dentro de las botas. No estaba herida. Se miró en el espejo retrovisor y repitió su nombre mentalmente, como para infundirse ánimo. «Alicia, tienes que salir —se dijo—, tienes que ver qué ha sucedido.»
Por la magnitud del impacto sabÃa que habÃa chocado con algo enorme, pero ¿con qué? La nacional estaba muy poco transitada, apenas algunos del pueblo circulaban por allÃ, más por nostalgia que por otra cosa.
Quizá habÃa sido por la escarcha, habÃa oÃdo que podÃa producir ese efecto. En los dÃas de intenso frÃo se daban en el campo fenómenos extraños, espejismos, como en el desierto. En el pueblo contaban la historia de una anciana que habÃa salido a buscar leña en un dÃa de invierno. Al parecer, mientras caminaba sobre el suelo helado creyó ver a lo lejos a su difunto marido, corrió hacia él y acabó en una poza congelada. La encontraron horas más tarde y la sacaron, pero el hielo habÃa hecho mella en el cuerpo y murió a los pocos dÃas jurando que su esposo estaba allÃ, que habÃa tocado su mano.
Tendido delante de las ruedas delanteras del coche habÃa un cuerpo inmenso y peludo. Al principio, por los nervios y el aturdimiento, le costó reconocer la forma, pero enseguida comprendió: era un perro. Soltó un suspiro de alivio, no era un ser humano.
La cabeza del animal estaba ladeada de una forma extraña, seguramente porque tenÃa el cuello fracturado. Los ojos, abiertos, eran oscuros, sin expresión alguna, como si fueran dos canicas de cristal negro. AsÃ, extendido como estaba, paralelo al vehÃculo, era casi tan largo como el parachoques.
Se apartó de él. El alivio que acababa de sentir dejó paso a una nueva inquietud. Salió de la carretera y caminó unos metros, tratando de retomar el ritmo de su respiración entrecortada. La escarcha crujÃa bajo sus botas y el agua, atrapada debajo, salÃa a la superficie.
Mientras contemplaba cómo el hielo se quebraba y los reflejos del sol sobre los pedazos, la golpeó una certeza: era el perro del viejo. TenÃa su mismo pelo negro con mechones rubios, tÃpico de los pastores alemanes, el morro negro, la cola larga y peluda.
«Maldito animal», pensó. Si el viejo se enteraba iba a enloquecer. TenÃa que hacer algo y rápido. A pesar de que era mediodÃa y no se oÃa un alma, era posible que alguien del pueblo pasara y entonces, se dijo, si la encontraban allÃ, sà que no habrÃa manera de arreglarlo.
CabÃa la posibilidad de sortearlo y huir. Pero dejarlo ahÃ, en medio de la carretera, podÃa provocar otro accidente.
Se aseguró de que nadie se aproximara, volvió donde estaba el perro e intentó arrastrarlo fuera de la calzada. Era muy pesado, casi tanto como ella. Iba a tardar mucho en moverlo, pero habÃa que hacerlo. Estaba convencida de que si llamaba a la policÃa para que lo retiraran el viejo se iba a enterar y, además, le pondrÃan una multa, o incluso tendrÃa que ir a juicio por haberlo atropellado. Las leyes eran estrictas respecto a los animales. Andrés estaba en el trabajo y aún iba a tardar una hora en llegar, asà que no habÃa nadie a quien acudir.
Por su mente pasó la escena de un juicio, se vio excusándose, explicando que el perro habÃa salido de la nada, que ella no habÃa tenido tiempo de reaccionar, que nadie lo habrÃa tenido, que iba a la velocidad reglamentaria. El juicio, de todos modos, iba a ser lo de menos, no creÃa que el viejo fuera a denunciarla. Si se enteraba, iba a ser peor, mucho peor que una denuncia. De eso estaba segura.
No quedaba otra opción que apartarlo. Miró en torno, comprobando que no la viera nadie, y se dedicó al empeño con todas sus fuerzas. Al segundo intento estaba empapada en sudor. Se sacó el anorak, se lo habÃa enfundado al salir de casa y no se habÃa molestado en quitárselo porque solo pensaba ir a la estación de servicio. Lo tiró dentro del coche. ¿Por qué se le habrÃa metido