I. Las chilenitas
Aquél fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de Carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del Cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes, y mi barrio, el Barrio Alegre de las calles miraflorinas de Diego Ferré, Juan Fanning y Colón, disputó unas olimpiadas de fulbito, ciclismo, atletismo y natación con el barrio de la calle San MartÃn, que, por supuesto, ganamos.
Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica —la pelirroja Seminauel— y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sÃ. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió con Ilse y le cayó a Laurita, VÃctor Ojeda le cayó a Ilse y rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Inge y rompió con Ilse. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos, los enamoramientos se deshacÃan y rehacÃan y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron. «¡Qué relajo!», se escandalizaba mi tÃa Alberta, con quien yo vivÃa desde la muerte de mis padres.
Las olas de los baños de Miraflores rompÃan dos veces, allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la playa, y hasta allà Ãbamos a bajarlas a pecho los valientes, y nos hacÃamos arrastrar unos cien metros, hasta donde las olas morÃan sólo para reconstituirse en airosos tumbos y romper de nuevo, en una segunda reventazón que nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas de la playa.
Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores todo el mundo dejó de bailar valses, corridos, blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando, brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles, adolescentes y maduras en las fiestas del barrio. Y seguramente lo mismo ocurrÃa fuera de Miraflores, más allá del mundo y de la vida, en Lince, Breña, Chorrillos, o los todavÃa más exóticos barrios de La Victoria, el centro de Lima, el RÃmac y el Porvenir, que nosotros, los miraflorinos, no habÃamos pisado ni pensábamos tener que pisar jamás.
Y asà como de los valsecitos y las huarachas, las sambas y las polcas habÃamos pasado al mambo, pasamos también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos, Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto, e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón del barrio, LuchÃn, que le robaba a veces el Chevrolet convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de Armendáriz, a cien por hora.
Pero el hecho más notable de aquel verano fue la llegada a Miraflores, desde Chile, su lejanÃsimo paÃs, de dos hermanas cuya presencia llamativa y su inconfundible manerita de hablar, rapidito, comiéndose las últimas sÃlabas de las palabras y rematando las frases con una aspirada exclamación que sonaba como un «pué», nos pusieron de vuelta y media a todos los miraflorinos que acabábamos de mudar el pantalón corto por el largo. Y, a mÃ, más que a los otros.
La menor parecÃa la mayor y viceversa. La mayor se llamaba Lily y era algo más bajita que Lucy, a la que le llevaba un año. Lily tendrÃa catorce o quince años a lo más y Lucy trece o catorce. El adjetivo llamativa parecÃa inventado para ellas, pero, sin dejar de serlo, Lucy no lo era tanto como su hermana, no sólo porque sus cabellos eran menos rubios y más cortos y porque se vestÃa con más sobriedad que Lily, sino porque era más callada y, a la hora de bailar, aunque también hacÃa figuras y quebraba la cintura con una audacia a la que ninguna miraflorina se atreverÃa, parecÃa una chica recatada, inhibida y casi sosa en comparación con ese trompo, esa llama al viento, ese fuego fatuo que era Lily cuando, instalados los discos en el pick up, reventaba el mambo y nos ponÃamos a bailar.
Lily bailaba con un ritmo sabroso y mucha gracia, sonriendo y canturreando la letra de la canción, alzando los brazos, mostrando las rodillas y moviendo cintura y hombros de manera que todo su cuerpecito, al que modelaban con tanta malicia y tantas curvas las faldas y blusas que llevaba, parecÃa encresparse, vibrar y participar del baile de la punta de los cabellos a los pies. Quien bailaba el mambo con ella la pasaba siempre mal, porque ¿cómo seguir sin enredarse el torbellino endiablado de esas piernas y patitas saltarinas? ¡Imposible! Uno quedaba rezagado desde el principio y muy consciente de que los ojos de todas las parejas estaban concentrados en las hazañas mamberas de Lily. «¡Qué niñita!», se indignaba mi tÃa Alberta, «baila como una Tongolele, como una rumbera de pelÃcula mexicana». «Bueno, no olvidemos que es chilena», se hacÃa eco ella misma, «el fuerte de las mujeres de ese paÃs no es la virtud».
Yo de Lily me enamoré como un becerro, la forma más romántica de enamorarse —se decÃa también templarse al cien—, y, en ese verano inolvidable, le caà tres veces. La primera, en la platea alta del Ricardo Palma, ese cine que estaba en el Parque Central de Miraflores, en la matinée del domingo, y me dijo que no, era todavÃa muy joven para tener enamorado. La segunda, en la pista de patinaje que se inauguró justamente ese verano al pie del Parque Salazar, y me dijo no, necesitaba pensarlo porque, aunque yo le gustaba un poquito, sus padres le habÃan pedido que no tuviera enamorado hasta que terminara el cuarto de media y ella estaba todavÃa en tercero. Y, la última, pocos dÃas antes del gran lÃo, en el Cream Rica de la avenida Larco, mientras tomábamos un milk-shake de vainilla, y, por supuesto, otra vez que no, para qué me iba a decir que sà ya que estando como estábamos parecÃamos enamorados. ¿No nos ponÃan siempre de pareja donde Marta cuando jugábamos a las verdades? ¿No nos sentábamos juntos en la playa de Miraflores? ¿No bailaba ella conmigo más que con cualquiera en las fiestas? ¿Para qué, pues, me iba a dar formalmente el sà si todo Miraflores ya nos creÃa enamorados? Con su fachita de modelo, unos ojos oscuros y pÃcaros y una boquita de labios carnosos, Lily era la coqueterÃa hecha mujer.
«De ti, me gusta todo», le decÃa yo. «Pero, lo que más, tu manerita de hablar.» Era chistosa y original, por su entonación y su música, tan distintas de las peruanas, y también por ciertas expresiones, palabritas y dichos que a los del barrio nos dejaban en la luna, tratando de adivinar lo que querÃan decir y si en ellos se escondÃa alguna burla. Lily se pasaba la vida diciendo cosas en doble sentido, haciendo adivinanzas o contando unos chistes tan colorados que a las chicas del barrio las hacÃan comerse un pavo. «Esas chilenitas son terribles», sentenciaba mi tÃa Alberta, quitándose y poniéndose los anteojos con el aire de profesora de colegio que tenÃa, preocupada de que ese par de forasteras desintegrara la moral miraflorina.
TodavÃa no habÃa edificios en el Miraflores de comienzos de los años cincuenta, barrio de casitas de una sola planta o a lo más dos, de jardines con los infaltables geranios, las poncianas, los laureles, las buganvillas, el césped y las terrazas por las que trepaban las madreselvas o la hiedra, con mecedoras donde los vecinos esperaban la noche comadreando y oliendo el perfume del jazmÃn. En algunos parques habÃa ceibos espinosos de flores rojas y rosadas, y las rectas, limpias veredas tenÃan arbolitos de suche, jacarandás, moras y la nota de color la ponÃan, tanto como las flores de los jardines, los amarillos carritos de los heladeros de D’Onofrio, uniformados con guardapolvos blancos y gorrita negra, que recorrÃan las calles dÃa y noche anunciando su presencia con una bocina cuyo lento ulular a mà me hacÃa el efecto de un cuerno bárbaro, de una reminiscencia prehistórica. TodavÃa se oÃa cantar a los pájaros en ese Miraflores donde las familias cortaban los pinos cuando las muchachas llegaban a la edad casadera, pues, si no lo hacÃan, las pobres se quedarÃan solteronas como mi tÃa Alberta.
Lily nunca me daba el sÃ, pero cierto que, salvo esa formalidad, en todo lo demás parecÃamos enamorados. Nos cogÃamos de la mano en las matinées del Ricardo Palma, el Leuro, el Montecarlo y el Colina, y, aunque no se pudiera decir que en la oscuridad de las plateas tiráramos plan como otras parejas más antiguas —tirar plan era una fórmula en la que cabÃan desde los besos anodinos hasta los chupetazos lingüÃsticos y los malos tocamientos que habÃa que confesarle al cura los primeros viernes como pecados mortales—, Lily me dejaba besarla, en las mejillas, en el borde de las orejitas, en la esquina de la boca, y, a veces, por un segundo, juntaba sus labios con los mÃos y los apartaba con un mohÃn melodramático: «No, no, eso sà que no, flaquito». «Estás hecho un becerro, flaco, estás azul, flaco, te derrites de tanto camote, flaco», se burlaban mis amigos del barrio. Jamás me llamaban por mi nombre —Ricardo Somocurcio—, siempre por mi apodo. No exageraban lo más mÃnimo: estaba templado de Lily hasta el cien.
Por ella, aquel verano, me trompeé con Luquen, uno de mis mejores amigos. En una de esas reuniones que tenÃamos las chicas y los chicos del barrio en la esquina de Colón y Diego Ferré, en el jardÃn de los Chacaltana, Luquen, haciéndose el gracioso, dijo de pronto que las chilenitas eran unas huachafas, porque no eran rubias de verdad sino oxigenadas, y que, a mis espaldas, en Miraflores habÃan comenzado a decirles las Cucarachas. Le lancé un directo al mentón, que él esquivó, y fuimos a dirimir la diferencia a trompadas en la esquina del malecón de la Reserva, junto al acantilado. Estuvimos sin hablarnos toda una semana, hasta que, en la siguiente fiesta, las chicas y los chicos del barrio nos hicieron amistar.
A Lily le gustaba ir todas las tardes a esa esquina del Parque Salazar alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahÃa de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando. Si el cielo estaba despejado, y jurarÃa que aquel verano el cielo estuvo siempre sin nubes y el sol brilló sobre Miraflores sin fallarnos un solo dÃa, se divisaba allá al fondo, en los confines del océano, el disco rojo, llameando, despidiéndose con rayos y luces de fogueo mientras se ahogaba en las aguas del PacÃfico. La carita de Lily se concentraba con el mismo fervor con que iba a comulgar en la misa de doce de la parroquia del Parque Central, la vista fija en aquella bola Ãgnea, esperando el instante en que el mar se tragara el último rayito para formular el deseo que el astro, o Dios, materializarÃa. Yo pedÃa un deseo también, creyendo sólo a medias que se harÃa realidad. Siempre el mismo, por supuesto: que me dijera por fin que sÃ, que fuéramos enamorados, tiráramos plan, nos quisiéramos, pasáramos a novios y nos casáramos y termináramos en ParÃs, ricos y felices.
Desde que tenÃa uso de razón soñaba con vivir en ParÃs. Probablemente fue culpa de mi papá, de esos libros de Paul Féval, Julio Verne, Alejandro Dumas y tantos otros que me hizo leer antes de matarse en el accidente que me dejó huérfano. Esas novelas me llenaron la cabeza de aventuras y me convencieron de que en Francia la vida era más rica, más alegre, más hermosa y más todo que en cualquier otra parte. Por eso, además de mis clases de inglés en el Instituto Peruano-Norteamericano, logré que mi tÃa Alberta me matriculara en la Alliance Française de la avenida Wilson, donde iba tres veces por semana a aprender la lengua de los franchutes. Aunque me gustaba divertirme con mis cumpas del barrio, era bastante chancón, sacaba buenas notas y los idiomas me encantaban.
Cuando las propinas me lo permitÃan, invitaba a Lily a tomar el té —todavÃa no se habÃa puesto de moda decir tomar lonche— en la Tiendecita Blanca, con su nÃvea fachada, sus mesitas y sus toldos sobre las veredas, y sus miliunanochescos pasteles —¡las bizcotelas, los alfajores rellenos de manjar blanco, los piononos!— en el lÃmite mismo de la avenida Larco, la avenida Arequipa y la alameda Ricardo Palma sombreada por las copas de los altÃsimos ficus.
Ir a la Tiendecita Blanca con Lily a tomar un helado y un pedazo de torta era una felicidad casi siempre empañada, ay, por la presencia de su hermana Lucy, con la que tenÃa yo que cargar también en todas las salidas. Ella tocaba violÃn sin la menor incomodidad, estropeándome el plan e impidiéndome conversar a solas con Lily y decirle todas las cosas bonitas que yo soñaba con murmurarle al oÃdo. Pero, aun cuando, debido a la vecindad de Lucy, nuestra conversación debiera evitar ciertos temas, era impagable estar junto a ella, viendo cómo danzaba su melenita cada vez que movÃa la cabeza, la picardÃa de sus ojos color miel oscura, escuchar su manerita de hablar tan diferente y divisar a veces, a la descuidada, en el escote de su blusa pegadita, el comienzo de esos pechitos que apuntaban ya, redondos, de tiernos botones y, sin duda, firmes y suaves como unas frutas jóvenes.
«Yo no sé qué hago aquà con ustedes, tocando violÃn», se excusaba Lucy, a veces. Yo le mentÃa: «Qué ocurrencia, estamos felices con tu compañÃa, ¿no, Lily?». Lily se reÃa, con un diablito burlón en sus pupilas, y esa exclamación: «SÃ, puuuuu...».
Dar un paseo por la avenida Pardo, bajo la alameda de los ficus invadidos por los pájaros cantores, entre las casitas de ambas orillas en cuyos jardines y terrazas correteaban niños y niñas vigilados por niñeras uniformadas de blanco almidonado, fue un rito de aquel verano. Como, debido a la presencia de Lucy, resultaba difÃcil hablar con Lily de lo que me hubiera gustado, yo llevaba la conversación hacia temas anodinos: los planes para el futuro, por ejemplo, cuando, graduado de abogado, me fuera a ParÃs con un cargo diplomático —porque allá, en ParÃs, vivir era vivir, Francia era el paÃs de la cultura— o me dedicara tal vez a la polÃtica, para ayudar un poco a este pobre Perú a ser grande y próspero otra vez, con lo que tendrÃa que aplazar un poco el viaje a Europa. ¿Y a ellas, qué les gustarÃa ser, hacer, de grandes? Lucy, juiciosa, tenÃa objetivos muy precisos: «Ante todo, terminar el colegio. Después, conseguir un buen puesto, tal vez en una tienda de discos, debe ser la mar de entretenido». Lily pensaba en una agencia de turismo o una compañÃa de aviación, como azafata, si convencÃa a sus papás, asà viajarÃa gratis por el mundo entero. O artista de cine, tal vez, pero nunca permitirÃa que la sacaran en bikini. Viajar, viajar, conocer todos los paÃses era lo que más le gustarÃa. «Bueno, al menos ya conoces dos, Chile y Perú, qué más quieres», le decÃa yo. «Compárate conmigo, que nunca salà de Miraflores.»
Las cosas que Lily contaba de Santiago eran para mà un anticipo del cielo parisino. ¡Con qué envidia la escuchaba! Allá, a diferencia de acá, no habÃa pobres ni mendigos por las calles, a los chicos y a las chicas los papás los dejaban quedarse en las fiestas hasta el amanecer, bailar cheek to cheek, y jamás se veÃa, como aquÃ, a los viejos, a las mamás, a las tÃas, espiando a los jóvenes cuando bailaban para reñirlos si se propasaban. En Chile a los chicos y a las chicas los dejaban entrar a pelÃculas de mayores y, desde que cumplÃan quince años, fumar sin esconderse. Allá la vida era más entretenida que en Lima porque habÃa más cines, circos, teatros y espectáculos, y fiestas con orquestas, y de Estados Unidos iban todo el tiempo a Santiago compañÃas de patinaje, de ballet, musicales, y, en cualquier trabajo que tuvieran, los chilenos ganaban el doble o el triple que aquà los peruanos.
Pero, si era asÃ, ¿por qué los padres de las chilenitas habÃan dejado ese maravilloso paÃs para venirse al Perú? Porque ellos no eran ricos sino, a simple vista, pobretones. Por lo pronto, no vivÃan como nosotros, las chicas y los chicos del Barrio Alegre, en casas con mayordomos, cocineras, sirvientas y jardineros, sino en un departamentito, en un angosto edificio de tres pisos, en la calle Esperanza, a la altura del restaurante Gambrinus. Y en el Miraflores de esos años, a diferencia de lo que ocurrirÃa tiempo después, cuando empezaron a brotar los edificios y a desaparecer las casas, en los departamentos vivÃan sólo los pobretones, esa disminuida especie humana a la que —ay, qué pena— parecÃan pertenecer las chilenitas.
Nunca les vi la cara a sus papás. Ellas nunca nos llevaron ni a mà ni a ninguna chica o chico del barrio a su casa. Nunca celebraron un cumpleaños, ni dieron una fiesta, ni nos invitaron a tomar el té y a jugar, como si se avergonzaran de que viéramos lo modesto que era el lugar donde vivÃan. A mÃ, que fueran pobretones y que se avergonzaran de todo lo que no tenÃan me llenaba de compasión, aumentaba mi amor por la chilenita y me infundÃa designios altruistas: «Cuando Lily y yo nos casemos, nos llevaremos a vivir con nosotros a toda su familia».
Pero, a mis amigos, y sobre todo a mis amigas miraflorinas, les daba mala espina que Lucy y Lily no nos abrieran las puertas de su casa. «¿Serán tan muertas de hambre que no pueden organizar ni siquiera una fiesta?», se preguntaban. «Acaso no es por pobres, sino por amarretes», trataba de componerla Tico Tiravante, empeorándola.
Los chicos del barrio empezaron de pronto a hablar mal de las chilenitas por la manera como se maquillaban y vestÃan, a burlarse del escaso vestuario que lucÃan —todos conocÃamos ya de memoria esas falditas, blusitas y sandalias que, para disimular, combinaban de todas las maneras posibles—, y yo las defendÃa, lleno de santa indignación, esos rajes eran envidia, envidia verde, envidia ponzoñosa, porque en las fiestas las chilenitas nunca planchaban, todos los chicos hacÃan cola para sacarlas a bailar —«Porque se dejan pegar el cuerpo, asà quién va a planchar», replicaba Laura— o porque, en las reuniones en el barrio, en los juegos, en la playa o en el Parque Salazar, eran siempre el centro de la atracción, y todos los chicos las rodeaban, en tanto que a las otras... —«¡Porque son unas agrandadas y unas descaradas y porque con ellas ustedes se atreven a contar unos chistes colorados que nosotras no les permitirÃamos!», contraatacaba Teresita—, y, por último, porque las chilenitas eran regias, modernas, despercudidas, y ellas, en cambio, unas remilgadas, unas atrasadas, unas anticuadas, unas cucufatas y unas prejuiciadas. «¡A mucha honra!», respondÃa Ilse, sacándonos cachita.
Pero, aunque rajaban de ellas, las chicas del Barrio Alegre las seguÃan invitando a las fiestas y saliendo con ellas en patota a los baños de Miraflores, a la misa de doce los domingos, a las matinées y a dar las vueltas obligadas por el Parque Salazar desde el atardecer hasta la aparición de las primeras estrellas que, en ese verano, chisporrotearon en el cielo de Lima de enero a marzo sin que, estoy seguro, ni un solo dÃa las ocultaran las nubes, como ocurre siempre en esta ciudad las cuatro quintas partes del año. Lo hacÃan porque los chicos se lo pedÃamos, y porque, en el fondo, las chicas de Miraflores sentÃan por las chilenitas la fascinación que ejerce sobre el pajarito la cobra que lo hipnotiza antes de tragárselo, la pecadora sobre la santa, el diablo sobre el ángel. Envidiaban en las forasteras venidas de ese remoto paÃs que era Chile la libertad, que ellas no tenÃan, de salir a todas partes y quedarse paseando o bailando hasta tardÃsimo sin pedir permiso para un ratito más, sin que su papá, su mamá o alguna hermana mayor o una tÃa viniera a espiar por las ventanas de la fiesta con quién y cómo bailaban, o a llevárselas a casa porque ya eran las doce de la noche, hora ...